4.6.10

Muñecas Rotas: apuntes para la memoria por Cecilia Andrés

En lo que se considera el primer registro oficial en América de una mujer que solicita una licencia para ejercer el oficio de titiritera, localizado en Lima y ocurrido en la segunda mitad del siglo XVII, el historiador comenta que la solicitante, Leonor de Gomara, es “presuntamente, la viuda de un titiritero”.

Semejante presunción supone la exclusión de cualquier otra motivación. El historiador no puede imaginar siquiera la posibilidad, remota quizá, de que la solicitante sea una mujer que ha decidido per se ejercer el oficio de titiritera. Asume, simplemente, que la mujer que abraza el oficio lo hace por herencia, porque no tiene otra salida que continuar el trabajo de un marido muerto.

La historia del teatro de títeres es también la historia de la itinerancia humana, la de la migración contínua, la del viaje interminable. El arte y el oficio requieren de un espíritu que tienda siempre al horizonte, al cual aten solamente los hilos de sus marionetas y encierren sólo los tubos de un teatrino, con un corazón que viaje siempre en la maleta.

Herederos de una tradición desembarcada en Buenos Aires en las maletas de Federico García Lorca, los titiriteros argentinos ejercían su oficio como un apostolado, una militancia férrea que los llevaba, en su mayoría, a colocarse del lado izquierdo de la vida y a cumplir la misión de aproximar el arte a todo ser humano, sin importar distancias, presupuestos, hambres, ni fatigas. Visitar cada poblado por mísero que fuera, recorrer hasta el último rincón del territorio, por carreteras y por brechas, a lomo de burro o de Citröen, en tiempos de lluvia, frío o calor, a través de valles o montañas, era, y sigue siendo para quienes sobreviven aún, un deber, una responsabilidad indeclinable que regía (rige) cada uno de sus actos. Eran (son) heroicos.

De una manera esquemática y general, la transmisión del oficio seguía una trayectoria así:

Érase un muchacho que vivía tranquilo, asistía a clases, trabajaba con su padre o en cualquier cosa como ayuda a la familia y a sí mismo, proyectaba un futuro como ingeniero o astronauta o campesino, hasta que un día… una función de títeres en la calle o en la plaza… y el joven sentía el cosquilleo de la aventura, las ganas de recorrer el mundo y deshacer entuertos y salvar princesas… o simplemente el de ganarse unos pesos de una manera que supondría fácil y rápida. Generalmente, un coscorrón del padre o un llamado a la realidad de la madre frustraban el incremento de este deseo malsano de vivir con otras reglas pero, en algunos casos, el deseo persistía y el miedo era vencido y la familia igual. Entonces, aparecía el mentor en forma de titiritero que daba una función, miraba en torno, descubría a un joven con mirada fija, manos sudorosas, indeciso, y lo atraía como ayudante suyo, lo invitaba a recorrer el mundo. En el trayecto, el joven iba enamorándose de la aventura, de los títeres e iba pasando de utilero a aprendiz, intentaba construir un títere y una vez que lo conseguía, una vez que lo tenía en sus manos, cruzaba su primer umbral hacia el mundo de la magia. Luego venía el encuentro con los obstáculos, los padres que creían que estaba loco, los amigos que opinaban lo mismo, la novia que no quería perderlo, aquéllos que le impedían ser lo que había descubierto que quería ser. Estaba en la panza de la ballena y debía triunfar. La crisis más fuerte le sobrevendría al dar su primera función frente a un público desconocido donde se sentiría morir y vivir intensamente. Aquí obtenía la recompensa o no, tenía el aplauso o la rechifla. Mirada en torno, el mundo seguía ahí. Las siguientes funciones obraban el efecto de una resurrección y ahí estaba de regreso con el elíxir, el títere, en las manos.

Una impecable trayectoria de héroe, según las normas del mitógrafo Joseph Campbell.

“Lo que tienen que hacer, es construir el mito”, era el consejo de un viejo titiritero a otros. Tenía razón. Una vez construído el mito de sí mismo, el del caballero andante con su carroza de cuentos, el titiritero pasaba a ser lo que quisiera: mago, contador de historias, curandero, seductor. El encanto natural crecía hasta el infinito y podía, si poseía el carisma, doblar las muñecas sobre el tubo y continuar la historia sin que nadie osara perderse una palabra o hiciera un gesto que rompiera el encanto.

La historia de incorporación de la mujer al teatro de títeres sucedía de manera un tanto distinta.

Érase una muchacha que conocía un muchacho que le gustaba y salía con él y le gustaba un poco más. Cuando la relación ya era profunda o empezaba a serlo, la chica descubría el oficio del chico y la palabra recorría el círculo familiar y social: ¿¿¡¡titiritero!!?? Para entonces ya era irremediable todo. La chica había visto los títeres del chico y… se había enamorado… ¿de él? ¿de los títeres? ¿de ambos? Las versiones y elecciones varían según la experiencia particular. En mi caso, la primera noche la pasé en un lecho con… un títere.

Una vez esposa del titiritero podía elegirse entre a) el embarazo rápido, un bebé, la casa como destino inmediato; b) el viaje en compañía; c) la carrera propia y la espera en el hogar. Si se elegía el viaje los hijos se postergaban. A veces, los títeres se convertían en sustitutos suyos.

Al estar en el elenco, la mujer entraba a servir como ayudante durante la función. Con el paso del tiempo accedía a interpretar papeles de fantasma y personajes mudos que simplemente aparecían y desaparecían de escena, alegorías del papel que desempeñábamos entonces.

A veces lo que se incorporaba solamente era la voz femenina. La animación seguía siendo privilegio masculino.

Recuerdo una mujer que, sentada en una silla, en el interior del teatrino, tejía al mismo tiempo que decía sus diálogos, sin nunca equivocarse ni en el texto ni en los puntos, siempre con la intención y la precisión exactas, mientras el hombre animaba con sus manos los muñecos.

La imagen es, paradójicamente, lo más parecido a un acto amoroso y lo más representativo de una expoliación del ser y de la identidad de una mujer.

Como se ve, el camino del héroe quedaba, en el caso femenino, reducido al camino del ayudante eterno, la acompañante, al oculto apoyo tras las telas.

Al final, una heredaba del titiritero algunos títeres e incluso, como en mi caso, sus zapatos para recorrer el sendero. Zapatos que, debo aclarar, tardé mucho en ponerme. Una no se siente dueña del oficio, merecedora del don (porque, magias y técnicas aparte, la animación de un títere es un don que se posee o no), capaz de calzar unos zapatos demasiado grandes, demasiado veloces, demasiado… masculinos.

El mito de sólo para hombres lo hemos internalizado tanto que nos cuesta un enorme esfuerzo superarlo y, como ocurre en muchísimos casos para desgracia nuestra, a menudo lo intentamos asumiendo actitudes y visiones masculinas. Es como si dudáramos tanto de lo femenino que necesitamos negarlo para lograr afirmarnos en un terreno inseguro. Es, desde luego, un error fatal.

Un ejemplo de ello es constatar que, frecuentemente, han sido otras mujeres quienes se encargaron de borrar nuestros créditos de los programas, de las actas, de la historia, atribuyéndolo todo a los hombres. Y lo mismo ha ocurrido en libros, videos, conferencias, que editan o dictan mujeres empeñadas en borrar los hechos y aportes de otras mujeres. ¿La razón de que esto ocurra? Misterio.

En los años sesenta, la época en que inicié mi entrada accidental al teatro de títeres, el oficio seguía siendo predominantemente masculino. Había reglas no escritas que prohibían cosas como salir a programar funciones, tener ideas propias y externarlas, o diferir públicamente de los conceptos del esposo. Transgredirlas, o permitir su transgresión, exponía a sufrir reprimendas del gremio y/o algunos calificativos vergonzantes.

Al igual que yo, muchas de las nuevas aspirantes provenían del campo de la educación. La ecuación títere-escuela resultaba en otra educadora-titiritero. Una extensión de este proceso fueron las escuelas profesionales creadas entonces, las cuales se caracterizaron por conjuntar la formación artística y la pedagógica. Por desgracia, con el correr de los años esta unión que se pensó positiva produjo un gran número de profesores de teatro de títeres pero escasos artistas titiriteros.

Sin embargo, el impacto de las escuelas en el incremento de mujeres titiriteras fue muy importante.

Antes de ellas, el aprendizaje era artesanal, íntimo, exhaustivo, y el conocimiento se administraba por entregas, parcialmente.

Un rincón del cuarto de hotel. Un hilo tendido. La técnica del títere de guante, la más difundida en Argentina, la más difícil, la que contiene más secretos, mayor mística. Muñecas que se quiebran y disocian movimientos de los dedos. Músculos de brazos y espalda doloridos. Eternas caminatas de un lado hacia otro. Correcciones infinitas, minuciosas. Muñecas agotadas, a punto de romperse. Así, tarde tras tarde, semana tras semana hasta que, un día, algo se producía en esos requiebros, se rompía y, en medio de los añicos, emergía la magia del traspaso intangible de un ánima gozosa que fluctuaba de un cuerpo a otro dotándolo al objeto de carácter, vida propia.

Después, también, algunos golpes.

Las manos del hombre sostienen cada una un títere. La mujer ocupa una de las suyas animando otro. El público atiende la escena. Detrás del teatrino, el hombre propina un puntapié al tobillo de la mujer. La mujer lo mira. El rostro del hombre gesticula señalando un objeto que requiere. La mujer realiza la maniobra para dárselo. Detrás, la escena se repite varias veces durante la función. El público no nota nada.

En cierto modo, el número de funciones que realizaba una mujer titiritera podía medirse mediante el escrutinio de sus tobillos y la cantidad e intensidad de los moretones que acumulaba en ellos. El teatro de títeres era, para nosotras, una especie de deporte de alto riesgo. Como el hockey, digamos, sólo que sin hielo, sin espinilleras ni equipo protector, y con una prolongada permanencia en juego.

Dado que había manos ocupadas, puede alegarse una violencia necesaria, lo admito. Sin embargo, al ocurrir en el marco de una relación obrera-patronal, cobra un sentido diferente al exponer una situación de sometimiento, de subordinación.

Tal era, pues, el panorama.

Los cambios suscitados en esa década nos convertían en una sangre fresca que cuestionaba todo, quería transformar el mundo y aterraba a no pocos varones de la escena titiritera argentina. Las opiniones que emitíamos durante los congresos arrinconaban a muchos de ellos no dejándoles otra salida que la más burda descalificación: como argüir que no podían discutir con alguien que mostraba los calzones, en una época de minifaldas extremas y en un auditorio cuya isóptica hacía inevitable tal visión desde el estrado.

Una de nuestras mayores contribuciones al teatro de títeres fue la co-creación, junto a nuestros compañeros, de escuelas profesionales en varias ciudades del país, las cuales se convertirían en semillero de futuras titiriteras con una formación más profunda. Esto, aunado a las crisis económicas, sociales, políticas y artísticas, a la incorporación de actrices, bailarinas, plásticas, dio como resultado una eclosión femenina a partir de la década de los ochenta.

¿Cuál era la reacción masculina entonces?

Digamos que era ambigua. Por una parte, la aceptación a causa del aligeramiento de tareas, el enriquecimiento de las puestas, la soledad acompañada, los puntos de vista femeninos; por otra, la resistencia al cambio, la competitividad, el desconcierto. Nunca el rechazo abierto, nunca la aceptación plena; siempre un soslayo, una tolerancia mesurada.

Durante mi elección en la Unima argentina como secretaria de la zona litoral, por ejemplo, de inmediato se me entregaron todos los datos e instrucciones que requería para ejercer el cargo; sin embargo, muchas visitas y giras por la zona realizadas por titiriteros no me eran siquiera anunciadas y debía enterarme por otros medios.
La dictadura militar lleva a muchos titiriteros y titiriteras a exiliarse debido a su innegable filiación política. En 1981 me toca el turno de exiliarme en México.

La influencia del paso de dos titiriteras argentinas había dejado una secuela de varias titiriteras mexicanas provenientes de carreras docentes. Se sumaban a otras que ya formaban parte de elencos familiares, descendían de titiriteros o empezaban a llegar del teatro de actores. La principal diferencia es que no existen escuelas de teatro de títeres y que la mayoría de las obras son tradicionales. Es justo en esta década que la influencia de los y las exiliadas argentinas, chilenas, colombianas y uruguayas incide en el surgimiento de elencos nuevos, con otras propuestas. En 1982 nace la Unima Mexico, en cuya creación participamos muchas mujeres.

No hay mitos masculinos en el teatro de títeres mexicano. Existen algunos personajes con aire de leyenda. Son maestros que enseñan poco. Hay una maestra que es generosa y abre sus puertas a todos. Es un ícono.

Aunque suene extraño, en México la incorporación de las mujeres al teatro de títeres se da fluidamente, transcurre sin obstáculos. A lo largo de las dos décadas siguientes el número de titiriteras se ha incrementado hasta igualar y/o sobrepasar al de titiriteros.

Mi llegada a México coincide con una de mis anécdotas favoritas. Mientras armábamos las cosas en el escenario para una función, mi compañero argentino me decía: si suben a preguntarte acerca de la obra les decís que yo soy el director y los mandás a hablar conmigo. Encantador, ¿no es cierto?

Ciertamente la colección de anécdotas que cada una de nosotras podría contar sería cuantiosa. Directores que la ignoran, conferencistas que evaden las preguntas, entrevistadores que pasan el micrófono a los hombres solamente, esposos que la mandan a una a callar durante los talleres que se imparten en pareja.

En el año 2004, durante una gira por Argentina, pude observar que la mayoría de los personajes femeninos en el teatro de títeres seguían un patrón muy marcado: las mujeres, niñas o adultas, eran histéricas, vulnerables, asustadizas, capaces de ahogarse en vasitos de agua. Los masculinos, en cambio, eran siempre cancheros, tranquilos, muy cool, superhéroes que salvaban mujeres en su tiempo libre.

Intrigada, le pregunté a un colega inteligente y sensible sobre ello. El primer día respondió que no lo había notado; al segundo comentó que, pensándolo bien, tal vez lo que ocurría era que ellos se sentían amenazados por el creciente número de titiriteras.

No son los únicos. El miedo al avance femenino sucede en todas las áreas. Desde el teatro de títeres hasta el narcotráfico, las mujeres ocupamos cada vez más lugares prominentes. No hay duda.

En una charla sostenida en 1997 con Henryk Jurkowski éste decía que, a nivel mundial, lo mejor del teatro de títeres contemporáneo era lo que hacían tres mujeres titiriteras en ese momento. Es algo que, como género, debería llenarnos de orgullo pero, ¿ocurre así?


¿Necesitamos construir un mito propio para oponerlo o contrastarlo con los masculinos? No lo sé. Si incluso las titiriteras que inventaron un patrono de los titiriteros eligieron un santo y no una santa, una tiene derecho a dudar de nuestra capacidad de crearlo y, luego, conservarlo.

Tuvimos el poder del fuego; llevamos en las manos títeres y creamos el teatro, la música y la danza; inventamos la agricultura… y todo, todo, lo entregamos a los hombres.

Estamos a punto de perder la Tierra, nuestra Pachamama, nuestra abuela. Y una se pregunta todavía ¿por qué? ¿Por qué miramos tan frecuentemente con un ojo masculino? ¿Por qué pedimos autorización, aprobación, confirmación al hombre? ¿Por qué no podemos hallarnos o, al menos, buscarnos en los ojos de otras mujeres sin desconfiar? ¿Por qué seguimos comportándonos como si estuviéramos quebradas, como muñecas rotas, con los títeres colgando a los costados?

Cinco años atrás, durante el proceso de análisis de un personaje, una mujer titiritera justamente, escribí que ella se sabía fuerte y capaz, aunque su fuerza salía a veces de su tremendo enojo por no ser aceptada, reconocida y valorada; que quería gritar que es titiritera, aunque su oficio no sea el mejor, ni el que encaja en una mujer; y agregué que su mayor deseo era ser titiritera y, a pesar de eso, seguir siendo mujer.

Creo que lo dije porque yo deseo lo mismo. Para mí, para ustedes, para todas nosotras. Dentro y fuera del teatrino. Con mitos o sin ellos. Con miles de apuntes como éstos que conserven la memoria del intento.


Gente teatro de títeres y actores . A.P. 614 Centro C.P. 62001
Cuernavaca, Morelos. México. Tel: + 52 777 3 81 06 09
cesand11@yahoo.com.mx

1 comentario:

JM dijo...

Muy Bueno!!

p.d: cambien la imagen de fondo que no se lee nadaa!!

Muchas Gracias!
Saludos